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Una tarde de invierno, nuestro pequeño y rechoncho Director Sapo apareció en la escuela con una tropa de extrañeros sucios, quemados por el sol. Los maestros nos trajeron a los niños de sexto y séptimo grado al patio. Era el mes de julio de 1978. Antes, nuestra escuela desvencijado era un ranchito de pollos. Éramos unos treinta niñas y niños, de once o doce años. Vivíamos en las lomas a las afueras de San Salvador, en chozas que eran o champas de lámina o mesones de adobe y cartón. Nos sorprendió enfrentarnos a esta banda de hombres robustos, armados.
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